
¡Oh Santísima María, Madre de Dios! ¿Cuántas veces, por mis pecados, yo he merecido el infierno! ¡Tal vez ya se hubiera ejecutado la sentencia, desde mi primer pecado, si Vos, llena de compasión, no hubierais detenido a la Justicia Divina! Después, venciendo mi dureza, me habéis conducido a tener confianza en Vos.
¡Ah! en cuántos otros pecados hubiera yo caído después, en medio de los peligros en que me he encontrado, si Vos, Madre amorosa, no me hubierais preservado de ello con las gracias que me habéis alcanzado.
¡Oh Reina mía! ¿De qué me servirá vuestra misericordia y los favores que me habéis hecho, si yo me condeno? Si en otro tiempo yo no os he amado, ahora os amo, después de Dios, sobre todas las cosas.
¡Ah! ¡No permitáis que yo os abandone a Vos y a Dios, que por vuestro medio me ha dispensado tantas misericordias! ¡No permitáis, Señora mía amabilísima, que yo vaya a odiaros y maldeciros eternamente en el infierno! ¿Podríais ver condenado a un siervo vuestro, que os ama?
¡Oh María! qué decís? ¿Me condenaré yo? ¡Ah! ¡Yo me condenaré, si os abandono! ¿Pero quién tendrá corazón para abandonaros? ¿Quién podrá olvidar el amor que rae habéis tenido?
¡Oh! no se perderá quien a Vos fielmente se encomienda y a Vos acude. ¡Oh Madre mía! no me abandonéis a mí mismo, porque me perderé; haced que siempre acuda a Vos. Salvadme, Esperanza mía, salvadme del infierno, y primeramente del pecado, que solo puede condenarme al infierno.
Salve Regina.
Síguenos